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"NO SE DEBEN PRONUNCIAR LAS PALABRAS CUANDO ÉSTAS NO SON MEJORES QUE EL SILENCIO"

jueves, 1 de julio de 2010

¿LENGUA ESPAÑOLA O CASTELLANA?



No pretendo reavivar un debate que lleva siglos manifestándose y sobre el cual será difícil que recaiga acuerdo satisfactorio para todos, mientras las cuestiones idiomáticas sean planteadas con más emoción que frialdad reflexiva. Es decir, mientras no se alcance una situación de pondeeración parecida, por ejemplo, a la de Francia, país de gran riqueza y variedad lingüística y dialectal, pero donde a nadie se le ocurre llamar francien al français, lengua esta última que tuvo su origen en aquel dialecto de Ile-de-France. En cualquier caso, bueno sería que, en el uso corriente, pudieran alternar con neutralidad castellano y español. Pero insisto, el problema es arduo, y aquí sólo pretendo introducir un elemento nuevo en la discusión, que apoyaría, creo, dicha alternancia.
El tema del nombre de la lengua fue magistralmente tratado por Amado Alonso (1945), y a él me remito. Hasta 1924 y 1925, respectivamente, la Academia llamó de la lengua castellana a su Gramática y a su Diccionario. Al cambiar de criterio, obedecía, con toda seguridad, a una sugerencia de don Ramón Menéndez Pidal, el cual, en un artículo de 1918, había escrito: "Puestos a escoger entre los dos nombres de lengua española y lengua castellana, hay que desechar este segundo por muy impropio. Usaba (la denominación lengua española) desde la Edad Media, vino a hacerse más oportuna en el Siglo de Oro de nuestra literatura, cuando ya la nación constaba de los reinos de León, Castilla, Aragón y Navarraa unidos. Si Castilla fue el alma de esta unidad, los otros reinos colaboraron en el perfeccionamiento de la lengua literatura, bastando recordar en la literatura clásica nombres navarros, aragoneses y valencianos como Huarte, los Argensola, Gracián, Gil Polo y Guillén de Castro, para comprender el exclusivismo del nombre de la lengua castellana". (Pero tal vez tenga más fuerza recordar que el idioma cuenta con millares de voces surgidas precisamente en Castilla).
La decisión académica de sustituir este término por el de lengua española suscitó protestas, como la de Cambó, el cual argumentaba que el castellano no es la única lengua española. En A. Alonso hallará el lector interesado razones para matizar tal opinión, que mezcla, según él, en la denominación lengua española, un significado geopolítico y otro estrictamente lingüístico. Pero, insisto, no es ese el problema que ahora me interesa, sino el de explicar por qué la Academia, desde su fundación hasta el acuerdo de 1923, llamó castellano a la lengua. El gran filósofo navarro interpreta esa decisión como resultante de las inducciones de su siglo. En la alternativa entre español y castellano que la tradición le brindaba (y que Covarrubias había resuelto en 1611 llamando a su diccionario Tesoro de la lengua castellana o española), la Corporación recién fundada habría preferido el último término por una razón erudita -Castilla es el solar del idioma y su árbitro-, y otra política: el centralismo borbónico desea configurar toda la vida nacional según el modelo castellano.
Sin embargo, los hechos no parecen dar la razón a las dos hipótesis de A. Alonso. Por lo pronto, la Academia, en sus años fundacionales, carecía de una opinión correcta sobre los orígenes del idioma. Pretende que, en la génesis de éste, han intervenido dos protagonistas: los españoles que, con el latín "algo alterado" por el influjo godo, se refugiaron de la acometida sarracena en los montes de Asturias; y los cristianos que permanecieron en la zona ocupada (mozárabes). Es en territorio asturiano -y no en Castilla- donde sitúan los académicos la cuna del español; según ellos, su expansión hacia el sur se produjo por la acción reconquistadora de los reyes "de León y Castilla". Y en avance, leoneses y castellanos se encontraron con los mozárabes, los otros protagonistas, quienes aportaron al caudal de idioma los arabismos qeu habían incorporado a su latín. De ese modo, dicen en 1726, "todo este agregado o cúmulo de voces es lo que constituye y forma la lengua castellana". No se ve, por tanto, que la Academia tuviera entonces una noticia clara del papel de Castilla en la formación del idioma: pensaba que Asturias, León y la mozarabía habían asistido con superiores títulos a su constitución: No puede asentirse, pues, al supuesto de que el térnino castellano se adoptara por razones genealógicas.
Pero el caso es que la Corporación tampoco atribuye ninguna patente de corrección al habla de Castilla. Al contrario: se asigna estricta igualdad al léxico central y al periférico. A diferencia del exclusivismo cortesano del diccionario francés, el de Autoridades desea acoger todas las voces provinciales que pueda. Al preguntar a la Academia el zaragozano J.F. Escuder (1727) qué tipo de palabras debe enviar, le instruyen así: "Las voces que se ha tenido intención de poner son aquellas que usan comúnmente en el reino de Aragón, o se han usado en otros tiempos, exluyendo las que son puramente de la lengua lemosina, pero no las que tienen origen conocido de la latina, griega, árabe, italiana, etc., pues éstas vienen a ser voces castellanas aunque sean usadas sólo en Aragón".
La última aserción constituye una prueba clara de la liberalidad no castellanista de la Academia, que se continúa hasta nuestros días en que el Diccionario se ensancha constantemente, no sólo con voces de todas las regiones, sino con americanismos que, conforme al centenario criterio académico, tienen derecho a ser considerados voces castellanas (o españolas).

FERNADO LÁZARO CARRETER (EL DARDO EN LA PALABRA)

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